Se acabó eso de ir lamentando por los rincones que las plantas se me mueren entre las manos. Por fin he encontrado la clave mágica para dedicarme a la jardinería: tener varias para que mis cuidados de madre agobiante se repartan y no ahogen. En otras palabras, dejarlas a su aire y regarlas de vez en cuando. Como desde que vivo en la nueva casa (2 meses ya) no he acabado con ninguna, he dado el salto a las verduras. R. y J., que tienen un huerto en Ávila y usan el balcón de su casa como vivero, me han dado 6 lechugas y 3 rábanos. En realidad lechugas no parecen todavía, son cuatro hojitas en vasos de yogúr. Pero ya he transplantado una y parece otra cosa.
En esta foto ya aparecen casi tal y como están (en realidad ahora tiene mucho mejor aspecto, ya colgaré una foto actualizada). Después de las bolas de arcilla llené la maceta con una mezcla de tierra y humus de lombriz, saqué la planta del cubilete con cuidado y la puse en un hueco que había dejado en la tierra. Aplaste un poco el terreno, regué para que la tierra se asentara y poco más, esperar que salgan adelante. No pensaba que esto de la jardinería fuera tan gratificante. A veces estoy asqueada de leer emails y pensar estrategias para el trabajo (estrategias que nunca funcionan), pero salgo un rato a la terraza, riego las macetas, juego con los gatos y el caos se me olvida. ¿No se dice que todos los filósofos se centran tarde o temprano en la naturaleza? Me temo que es cuando renuncian a la posibilidad de comprender nada, vencidos por la más antigua verdad. Todo es vanidad, sólo somos polvo y ceniza.
Polvo enamorado o sembrado si se tiene algo de suerte.
[Y estos son los rábanos (a la izquierda) y la hiedra, que no deja de echar brotes y hojas]
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