La sibila anónima no pudo ser más clara |
No es que salga tanto, pero tengo una manía personal respecto a bares y restaurantes. Cuando un sitio me gusta vuelvo siempre que puedo, pero en cada salida tengo que conocer antros nuevos para la Tiriri Guía del Ocio (y cómo me gusta poder escribir esto una mañana de viernes que por fin he podido coger libre mientras escucho Songs from Northen Britain de Teenage Fanclub, hasta consigue que me olvide de mi edad y mi trabajo, y me crea que soy cronista free-lance). Hablar de bares es hablar de algo tan pasajero y fugaz que de un mes a otro una entrada puede dejar de tener sentido: hoy cierra uno y en dos semanas hay otro diferente en el mismo lugar. Pero eso casa con mis manías. Sitios nuevos, platos nuevos, libros nuevos... descubrimientos. Incluso de frases míticas.
A veces los sitios nuevos han estado esperándote toda la vida y no lo sabías. Eso me pasó esta primavera, cuando al salir del concierto de Jero Romero mi hermana y una amiga me llevaron a tomar cañas por las callejuelas que hay entre las plazas de Callao, San Martín, Santo Domingo e Isabel II. No, no había estado jamás en el Mareas Vivas ni en el Labriego, lo siento; supongo que me he saltado el capítulo cañí-perroflauta-universitario-madrileño en mi evolución. Esos bares donde aún quedan azulejos blancos, barras de zinc y el espíritu de tasquita de emigrantes gallegos siempre me recuerdan a mis tiempos de la carrera, y me parecen los más típicos de la ciudad, pero están en retroceso. Sospecho que a la gente le pasa como a mí, que me hago cada día más relamida: los huesos de aceituna, las cabezas de gamba y los huesos de pollo tirados bajo la barra no me dejan ver el bosque. Y aún así, en ningún sitio sabe tan rica una caña bien tirada con su tapita de aceitunas, bravas o salpicón.
No lejos de estos lugares de restauración, en el 7 de la calle Trujillos, descubrí otro lugar clásico que me gustó mucho. El Templo del Gato, autodenominado "A California Music Bar" lleva casi 30 años abierto, aunque para mí una especie de lugar mítico de esos que salen entre líneas cuando escuchas canciones de la movida. Lo más llamativo es esa especie de jaula que tiene en el piso superior con un escenario pequeñito, aunque debo decir (y esto no va a sonar muy bien) que tengo los recuerdos un poco borrosos. Aquella noche había bastante gente, y si tuviera que resumir qué ha quedado en mi memoria diría que tercios de Mahou, luces rojas, muchas canciones de los últimos 50 años que cantamos y hasta bailamos y, top and foremost, una frase que resume una de las grandes problemáticas de la condición humana (ver foto superior).
"Si no jodes no entretengas". ¿Quién será esa misteriosa C.? ¿Cuándo lo escribió con carmín en una de las astrosas baldosas del cuarto de baño de chicas? ¿Qué se hizo de aquella barra de labios (espero que la tirara...)? Mi amiga G. volvió del baño triunfal con la foto, y desde entonces se ha convertido en un meme tal útil... Permite coronar la típica conversación femenina (no sé si los hombres entran en estas charlas, pero nosotras seguro) en la que una de las interlocutoras comenta cosas como: "¿y entonces, qué puede estar pensando X? Quedamos por la noche y nos tomamos algo; al final cada uno se fue a su casa, le mandé un whatsapp de buenas noches y empezamos a escribirnos tonterías hasta las 4 de la mañana y super bien. Pero lleva 5 días sin decir nada, aunque sé que leyó mi último mensaje de aquella noche cuando se levantó a las 11 el día siguiente. ¿Le doy un toque? ¿Qué le mando? ¿Me espero?". Uff. Las mujeres nos metemos en estas espirales deductivas que nos quitan la energía, y todo sería mucho más fácil si le diéramos la vuelta y cuando un tío empieza a enredar le mandáramos la frase. No lo hacemos, claro, porque nadie quiere pensar a qué se reduce realmente el cortejo. Nos gusta tanto el romanticismo...
Vidriera del Templo del Gato |
No hay comentarios:
Publicar un comentario