[Shakespeare & Company, 37 Rue de la Bûcherie. Mítica librería para anglo refugiados en París, propiedad de un sobrino de Walt Whitman]
Cuando a estas edades una se permite un fin de semana universitario, lo último que se espera es que el resto se trague la historia. Porque ¿quién iba a decirme a mí que volvería a escuchar en este rápido descenso hacia la vejez eso tan sabroso de "¿Tú también eres Erasmus?". El garrafón es algo universal, porque si no, ¿de qué va a preguntarme semejante majadería un chavalín de 23 años en los infectos baños de un irlandés de la calle Pot de Fer? Me conservo bien, pero no tanto. Eso sí, el subidón fue increíble.
La satisfacción que sentí ayer al caminar hacia casa con mis compras del día ni se le aproxima: tres plantas para la terraza, un perfume... me faltaba la tópica bolsa de papel marrón de supermercado norteamericano (esa de la que siempre rebosan puerros, el periódico y una baguette) para imitar con dignidad a la mujer de mi tiempo. Fue un breve pero reconocible momento de felicidad, sólo mejorable si las plantas hubieran podido preguntarme cómo he conseguido adelgazar o cómo hago para lucir tan joven.
En fin, divago (o más bien desvarío). Pero me he prometido a mí misma que voy a sacar al menos una de las entradas que tengo en estado de borrador, porque esta semana debo productividad al mundo. Creo que aún arrastro desde el fin de semana en París una añoranza de la holgada vida del estudiante que puede pasarse la semana encerrado en su cuarto leyendo, en lugar de estudiando hojas de cálculo, respondiendo emails o hablando por teléfono con seres a los que ni conoce en persona. Y todo, ¿para qué? Un peligroso nihilismo me acecha estos días. Alguien debería ponerme en copia de esos ppts corporativos que refuerzan el compromiso, porque el mío se desvanece por momentos.
Adoro las bibliotecas y librerías, pero al mismo tiempo me causan una profunda tristeza. Hasta San Juan lo explica en el Apocalisis, las páginas del libro son dulces como la miel en los labios, pero amargas en el estómago, qué mejor imagen sobre el veneno del conocimiento. Dos caminos divergían en el bosque, y yo escogí el que iba al mercado, no el que viraba al scriptorium. E hice bien. Lo cuál no hace el papel más digerible. De momento me consuelo pensando en el verdadero día a día de Chaucer, Cervantes, Hawthorne, Eliot: aduaneros, banqueros, recaudadores de impuestos... Gente del mercado.
Pero divago otra vez, y ya estamos a 23 de abril.
[La planta de abajo es librería y la de arriba biblioteca y albergue para estudiantes de paso y un gato blanco al que no logré ver.]
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