18.11.10

Otoño, otoño en mis venas


No sé qué me ocurre estos días, un año más tengo la memoria sensorial desatada: ¿soy la única persona que puede revivir lo pasado cuando el clima vuelve a ser el mismo que fue entonces? Según va bajando la temperatura voy descendiendo estratos de mi memoria, y vuelvo a estar en fiestas de comienzo de curso de la universidad, volviendo a casa por Gran Vía a las tres de la mañana cuando tengo clase al día siguiente, caminando por ciudades extranjeras. ¿Es posible imaginar todos los segundos que tardamos en construirnos? ¡Si no dejamos de olvidarlos!

El otoño, que deprime a tantos, siempre me ha parecido el momento ideal del año para que ocurran las cosas. ¿Qué cosas? Tampoco sabría definirlas. Supongo que me refiero a los comienzos. Supongo que me refiero a que la savia se paraliza en los árboles pero fluye mucho más rápido por mis venas si caen las hojas y todo se tiñe de cobre y amarillo. Cuando por fin salgo del metro al volver del trabajo, la gente se mueve al ritmo de la música, las luces de los edificios brillan complices, los faros de los coches dan una expresión sonriente y satisfecha a los coches que bajan la calle. Cada pequeño detalle (el pliegue de un abrigo, un niño sosteniendo su cartera, bolsas de la compra brillantes que llevan las ancianas, las risas de los chicos que salen de Minas...) todo parece gritar que estoy viva. Estoy viva y la vida espera cada mañana al otro lado del umbral para desenrollarse como una vieja película de Super 8, virgen y antigua.

Volviendo a casa esta noche he parado a sacar un par de fotos. La calle vacía, perfectamente quieta, anestesiada por el frío (menos de cinco grados) parecía provocarme para que bailara sobre los coches y cantara a pleno pulmón. Me siento vieja, y como buena vieja me bebo la juventud como mucha más ansiedad. Y me ha dado por sentir que la magia está a punto de estallar a cada paso.

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