[¿Lámpara o corsé? Un rinconcito para la esperanza entre Chueca y Malasaña]
Abril tiene la mala costumbre de ser lluvioso en Madrid. Este año no voy a quejarme porque no ha caído una gota en todo el invierno, pero el efecto es un choque brutal con la primavera al llegar mayo. Uno tiene que saltar de la melancolía del escritorio a la mesa de una terraza sin tiempo para mudar la piel. Sin tiempo para olvidar las nubes negras que se ciernen sobre mí a la vuelta del verano. Estoy aburrida de esta crisis interminable que hace continua labor de zapa a mi alrededor, esto debe ser lo más aproximado a vivir en una ciudad sitiada por la peste y huestes enemigas en el medievo.
¿Pero qué podemos hacer? Encerrarnos en casa no es una opción, así que aprovechando unos rayos débiles de sol he ido a ver qué tal ha quedado la nueva casa de mi hermana. Las inevitables conversaciones sobre trabajo durante la comida (y tal vez la lluvia, y tal vez que tengo la cabeza en otras cosas) me han dejado triste y preocupada. Tengo un sueldo que paga las facturas but my heart's not in it, pero si me quedo sin él, ¿dónde voy a ir que más me den y menos me pidan? Cuando hay sol y no es domingo me suele costar un poco menos creer que la vida se abre paso, hoy he tenido que jugármelo a una última carta.
Menos mal que existen todavía los cafés que nos hacen creer que somos el último bastión de una Nouvelle Vague que aquí nunca existió (y por edad tampoco pudimos vivir). Menos mal que sitios como La Paca (C/Valverde 36) demuestran que unos viejos sofás, lámparas vintage y un poco de tarta pueden levantar el ánimo. Al final, las pocas cosas grandes que este país ha hecho han salido de saloncitos bohemios y trasnochados como estos, en los que otros españoles en crisis antes que nosotros han garrapateado sus planes y sus sueños sobre una mesa camilla. Muchas de esas cuartillas terminaron consumiéndose en brasero. Pero las importantes se salvaron. Nadie va a dejarme sin futuro o sin café.
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