21.11.11
La Vaquería Suiza - y cenar fuera como teoría
Lentamente voy entrando en los pequeños vicios de la ciudad, como éste de ir a cenar a sitios distintos cada vez. Cuando escribo sitios no soy estricta en la definición: estoy hablando de restaurantes modernos, de entre 20-30 euros, con una carta desenfadada (ni cosas muy pesadas ni demasiado tradicionales) y, muy importante, atractivos por la decoración. Hoy estaba haciendo memoria, y si alguien me hubiera dicho hace 10 años que el factor ambiente sería importante para mí, no lo habría creído. Me pregunto si este reciente enfoque lúdico de los espacios (la frase es de Forges) viene aparejado con la edad y los mejores sueldos, o es que el gusto está hecho de mil disgustos, y a fuerza de probar voy desarrollándolo. Buen o mal gusto, eso es discutible. Una tercera explicación es que una cena deliciosa en un restaurante especial siempre te devuelve un poco a las veladas agradables del pasado. Y reeditar nos mantiene vivos.
Pero volvamos a La Vaquería Suiza, que era totalmente desconocida para mí hasta que mi amiga G. (que me lleva bastante ventaja en esto del hotspotting) comentó que estaba muy bien para tomar algo después del trabajo. El viernes pasado por fin surgió la posibilidad de pasar por allí, y nos dirigimos a Blanca de Navarra 8, una calle por la que no había pasado jamás (y eso que tengo bastante trabajada la zona de Chamberí y Alonso Martínez). Casi nos lo pasamos al bajar, y es que sólo una placa antigua medio descolocida de esas que tienen las antiguas mantequerías del barrio de Justicia (me pregunto si el nombre es heredado de un antiguo local) marca el sitio. Cuando por fin te paras y miras a través de los ventanales blancos de madera, se distingue un ambiente cálido y agradable, gente joven (o como sean los de mi edad) bebiendo vino rodeados de cuadros, plantas y muebles retro. Pintura clara, ventanales, ladrillo visto... esas cosa ganan mi confianza bastante rápido.
Aunque me gustó mucho el sitio tengo que reconocer que deberían mejorar algunas cosas, principalmente la carta: al principio me pareció bien que fuera corta, incluso accedí a cambiar de plato cuando me dijeron que ya no les quedaba el que había elegido (eran las 10 de la noche!). Pero cuando nos trajeron la cuenta me tuve que replantear todo ("¿cómo no se me ha ocurrido pedir la carta de vinos antes de pedir?" martilleaba en mi cabeza). Por esos precios no deberían tener roturas de stock, da la impresión que no tiene demasiado bien cuadrada la logística, o que la cocina o el cocinero son limitados. Y es una lástima, porque es un restaurante al que apetece volver, porque tiene encanto. Uno de esos sitios en los que la conversación fluye fácilmente, animada por la de las otras mesas, y las copas de vino te encienden las mejillas lo suficiente como para atreverte a pedir postre (que traen en lanchas de pizarra, tan chic). Uno de esos sitios que permite reeditar las noches mágicas de confidencias y silencios. De miradas.
Ahora lo tengo: nos gusta cenar con gente especial en sitios bonitos porque nadie quiere recordar momentos mágicos en un KFC.
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