[The Open Window (1921)de Pierre Bonnard. ¿Cómo sabrá eso de elegir entre un paseo por los montes que se vislumbran al fondo o unas horas navegando por la Costa Azul] Desde que no vivo en casa de mis padres me da por pensar, cuando llega el buen tiempo, en la cantidad de tardes que he perdido en mi vida sólo porque no sabía disfrutarlas. La adolescencia es una edad idiota que no contempla el concepto felicidad. Salgan días buenos o malos uno está más preocupado por saber si verás por la noche al pobre ser del que andas enamoriscada (que tendría los mismos dilemas que yo, supongo, y seguramente ni era consciente de mi presencia). Los granos y los éxámenes pesan más que los atardeceres, antes de los 20 uno parece vivir para sufrir. ¿Es ganar dinero lo que nos hace apreciar las cosas placenteras, grandes o pequeñas?¿O es la experiencia de la muerte, o la de la soledad? Tal vez sea cosa de la edad, según crecemos nos damos cuenta de que en el fondo no tenemos nada y hasta nuestro cuerpo deja de pertenecernos, funciona con reglas nuevas: se arruga, se reseca, se debilita en contra de nuestra voluntad.
Desde que no teletrabajo me sorprenden las tardes como ésta. Me sorprende la luz, el buen tiempo, las horas por delante que tengo para dedicarme a escuchar música, regar las plantas o escribir una entrada, tomar unas cervezas mientras aún hay luz en la calle. Igual me estoy acostumbrando mal, luego me ocurre lo del sábado pasado: estaba dando una vuelta por el centro y me intimidaba la gente con sus risotadas, sus conversaciones en voz alta, sus andares agresivos. No debería acostumbrarme a no hablar apenas una vez que salgo de la oficina. Ni estar deseando que me toquen lo euromillones para dejar de trabajar y dedicarme sólo a cosas interesantes, porque no va a pasar. Pero ¿quién quiere hablar cuando el sol se filtra por las pestañas y se escucha el murmullo apagado de la ciudad que se prepara para la noche del jueves?