13.3.14

Travels in the escritório

[Edward Hopper, Café. Oh mujer solitaria, presa favorita del viajante oportunista!]

Tengo que decir algo que siempre me conmueve de mis lectores across all channels: cuando paso una temporada sumergida en trabajo me recuerdan con lo que parece ser nostalgia y hambre de lectura que me toca publicar. Esta semana estoy de viaje más allá de nuestras fronteras y uno de mis incondicionales me ha sorprendido con la siguiente frase "yo que esperaba encontrarme esta mañana una entrada con fotos desde un puente y trenes". Pero esta vez no he tenido la suerte de conseguir hotel en el centro, y me conformo con una suite absurda (¿para qué quiero una habitación extra con sofá y minitele en una esquina, que parece adosada al dormitorio con el mero propósito de albergar guardaespaldas o alguna operacion encubierta del FBI, como en American Hustle?)

Y es que American Hustle es esta vez el modelo. Este hotel, por algún motivo, es sórdido en su concepción. Se diría diseñado para parecer sucio, desvencijado y decadente en el sentido casposo del término (nada de romanticismos trasnochados,es pura funcionalidad puesta al servicio del aburrimiento). No sé si es el tono crema de las paredes, ese toque empolvado de los tejidos, la ramploneria de la decoración o el hastío de su personal. No es que el servicio sea malo o el hotel sea un horror, pero cruzar sus puertas es como atravesar los límites de una dimensión desconocida sólo descrita en los libros.

Veo luces lejanas de pueblos o barrios desconocidos desde mi ventana del décimo piso, y aunque sólo puede haber supervivientes de naufragios empresariales como yo en el resto de habitaciones me cuesta no imaginarme a un escritor en cada celda poniendo en palabras estos mismo sentimientos. Hay tantas páginas de novelas dedicadas a habitaciones de hotel incapaces de alberga la vida humana, que cómo no vas a sentir que Humbert Humbert está en una de ellas (o quizás el mismo Nabokov dando paseos por la moqueta con las manos cruzadas a la espalda). William Burroughs fuma completamente inmóvil, o más bien deja que el último de una larga cadena de cigarrillos se deslíe en humo, tumbado sobre una colcha de hojas manuscritas con letra errática, y arrojadas al azar sobre el colchón. Henry James está sentado escribiendo en un cuaderno de papel suave y blanquísimo. A ratos se detiene y su mirada se pierde en las filigranas de la moqueta, que extiende sus geométricas trampas por todas las plantas como la del Hotel Overlook.

Jack Torrance ha bajado al bar y se sirve copas imaginarias en la barra mientras conversa con el huéspedes muertos.

No he podido ponerme poética esta vez, no. Pero en la vida de una mente dispersa siempre hay episodios que dan que contar, y por eso tengo anécdota de este viaje. Anoche se me ocurrió bajar a cenar al comedor en lugar de usar el room service y rápidamente me di cuenta de mi error. Sólo tres comensales taciturnos ocupaban la astrosa sala, hombres los tres. Escogí una mesa apartada y traté de escoger algo rápido que me permitiera salir de allí cuanto antes. Aún no había llegado mi cena y dos de los hombres ya estaban pagando. Fue salir el segundo por la puerta y volverse el tercero y último a echarme un vistazo (no hay otra forma de escribir esto, porque así fue). Fue una inspección, supongo experta, de un analista curtido en el mercado de la carne. Tres o cuatros vistazos después (que intenté combatir con indiferencia mirando el móvil y escribiendo mensajes imaginarios) el individuo se decidió a dirigirme la palabra. Belga, unos 55 años. En tres frases ya me había preguntado si estaba en viaje de negocios (¿alguien puede venir aquí por vacaciones? respondí con cierta acidez disuasoria), mi nacionalidad, a qué me dedicaba y si estaba sola (por si había dudas).

Me pregunto si el tipo fue capaz de adivinar lo que pasaba por mi mente. Mientras engullía un escuálido ejemplar de pescado a la brasa me di cuenta que había caído en uno de esos limbos culturales en los que se representa una escena, y allí estaba a punto de tener lugar Muerte de un viajante. ¿Cómo iba a rechazar con amabilidad y firmeza una par de panties nuevos cuando el viejuno repulsivo decidiera dar un paso en falso hacia su fantasía de Strangers in the night? ¿Qué les ocurre a determinados hombres cuando los viajes de negocios los descontextualizan de su madriguera habitual? Ya en el ascensor había sentido el efecto Starling: [not so] young lady under the microscope, ojos masculinos ponderando mi potencial con un simple análisis basado en mi ausencia de maquillaje, largo del vestido y calidad del bolso y los zapatos. Me dejo métricas fuera, pero están todas basadas en centímetros de carne en contra y a favor. A la imaginación del lector queda.

Soy una rancia que no quiere hablar con extraños, sí. Hoy he pasado por un supermercado de camino al hotel y he hecho picnic en mi habitación, mientras me debatía entre la desidia y el sentido de la responsabilidad. Tengo tanto trabajo pendiente que no sé por donde empezar. Mi trabajo es demasiado para mí, por volumen y por responsabilidad (mi jefe quiere que evalue una oferta, y aunque él no lo sabe, yo tengo una incapaz congénita para hacer eso, porque soy del tipo de clientes que paga por no tener que pensar). Soy la persona equivocada para el puesto, y cada día es más evidente. ¿Cómo he acabado aquí, y por qué no escapo antes de dejarme pelos en la gatera?

Ah, sí, se me olvidaba. Por esos papelitos con cifras e imágenes de puertas que firma Mario Draghi.

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