21.12.11

Urtain: uppercut a la cuarta pared

[Álamo es Urtain, y es José Luis Íbar. Y también es cualquiera de nosotros]


Soy dura de oído, lo comentaba el otro día. Me cuesta no escurrir el bulto de las escuchas difíciles. Es la razón por la que me revuelvo si alguien sintoniza Radio 3: cierto, tiene programas en los que se emite la música que me gusta. Pero es música nueva lo que radia, y rarísima vez mainstream. Por más que me guste la música alternativa, las canciones nuevas me hacen sentir incómoda, me exigen una atención o una sensibilidad que no soy capaz de dar a demanda. No sé si se trata de resistencia al cambio o resistencia a las respuestas emocionales, pero una melodía conocida, contra la que ya estoy vacunada y que me permite hacer otras cosas convirtiéndose en un neutro ruido blanco, me relaja. Las melodías desconocidas, por el contrario, hacen saltar mis alarmas.

Este fenómeno no se limita a la música, ni tan siquiera es nuevo en mi vida. Desde muy pequeña he tratado de esquivar películas sospechosas de provocarme sentimientos. Ese momento emocional que hace saltar las lágrimas al más curtido en todo drama o comedia me ha traído ríos de lágrimas en cuanto me he dejado llevar. Al principio la manera de frenarlo fue no dejarme pillar por sorpresa, escapar: al crecer he ido perdiendo la capacidad de emocionarme, he visto muchas películas, he escuchado muchas canciones nuevas, y aún así, sigo sintiendo cierta prevención cuando sospecho que algo me va a provocar una respuesta emocional. Sigo huyendo.

Exactamente lo que sentí cuando el jueves por la noche puse la televisión con la simple pretensión de olvidarme del día. Imposible. Roberto Álamo me hablaba desde un ring, y aunque sabía que no debía verlo si quería mantener la garganta sin nudos, me dejó clavada en el sofá. No puedo decir que me quedara con ganas de ver la obra cuando estuvo en cartel, porque durante algún tiempo he tenido manía a Animalario (Willy Toledo y Alberto San Juan son un coñazo). Pero me sorprendió ver la versión que ha rodado Televisión Española al estilo Estudio 1, las interpretaciones iban más allá de lo convincente: ponían la carne de gallina, generaban repulsión, conmovían, divertían, excitaban... Esas emociones no me extrañan en el teatro como espacio, pero que se transmitan a través de la pantalla da una idea de lo potente que es la obra de Cavestany. Tanto que podemos reconocernos en el personaje del boxeador doblegado por la vida.

EL acierto de la puesta en escena, reside en un uso controlado de la visceralidad. Sigue el ritmo de los distintos asaltos, de manera que no te deja KO de inmediato, por desborde, sino que te gana el combate a los puntos, por acumulación. Es un combate, y una vida, y un tableau de los oficialismos del Régimen y de las miserias que escondía tras ellos - con comillas y más comillas para la gran misremembrance colectiva de los 40 años de Franco. Pero hasta eso, en Urtain, está bien hecho: como en una versión perversamente retorcida de Cuéntame en la que a los Alcántara les hubiera salido todo al revés, vemos en un asalto cómo Suárez conoce al boxeador triunfante que se prepara para visitar El Pardo, y en el siguiente a un Urtain cegado por la sangre que le mana de la ceja rota mientras grita aferrado a las cuerdas que le han robado la bolsa del combate, el dinero para sus hijos. Urtain que es Álamo, y que soy yo y otros muchos españoles que noqueados, tambaleándonos, miramos hacia las luces deslumbrantes, traicioneras, tratando de adivinar de dónde nos vino el golpe. Porque como marionetas saltamos cuando toca, nos doblamos si vienen mal dadas. Perdemos. Hacemos lo que toca con la esperanza de que sea lo correcto.

Pero la catarsis de verlo frente a nuestros ojos es otra historia, puede ser insoportable. Las respuestas emocionales ya son preocupantes per se, no hay necesidad de que las active el reconocimiento de los mil fracasos personales.


[Me ha gustado mucho pero, ¿estoy obviando cierto paternalismo en el montaje de Animalario]

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