Pero me encantó, me hizo imaginar que era el vecino de enfrente]
No he leído tanto a Javier Marías como para escribir una tesis sobre sus obsesiones, pero ésta parece haber sido una de ellas (o así me pareció cuando leí Corazón tan blanco): lo que oímos nos cambia para siempre, y lo que decimos puede cambiar también a otros, pinzar sutiles cuerdas en sus corazones sin que podamos medir o detener las consecuencias. Las palabras de las brujas son tósigo para Macbeth, un veneno casi tan real como el que Claudio vierte en el oído del viejo Hamlet. Tal vez no debería atribuir obsesiones a Marías, lo evidente (y de esta entrada se deduce) es que soy yo la que le da vueltas.
Es una antiquísima máxima del teatro (tal vez la fundamental): las palabras pronunciadas tienen la capacidad de crear la cosa descrita. El coro de King Henry V (Prologue, lines 8-18, Jacobi lo recita en este enlace) nos lo pide con humildad:"But pardon, and gentles all,/The flat unraised spirits that have dared/On this unworthy scaffold to bring forth/So great an object: can this cockpit hold/The vasty fields of France? or may we cram/Within this wooden O the very casques/That did affright the air at Agincourt?/O, pardon! since a crooked figure may/Attest in little place a million;/And let us, ciphers to this great accompt,/On your imaginary forces work". Agincourt es más que el nombre de una batalla en polvorientos libros de historia, es esa "anomalía" que los dotados para moldear el lenguaje pueden recrear en cualquier momento. Si tienes clientes sabrás que ser actor o novelista es más habitual de lo que pensamos.
No hace falta decir que hablo por mí mismo: Escribir novelas es la asunción de una anomalía. Publicarlas es el intento de imponer a otros esa anomalía. El novelista tiene la visión deformada, también la lengua, quizá el gusto. Pero no es sólo eso: se ha dicho muchas veces que quien vive no escribe, quien escribe no vive. Creo más bien que quien escribe lleva continuamente una selección de la vida. Elige lo que le interesa, y por tanto elige su propia muerte. O, dicho de otro modo, muere numerosas veces, cada vez que quiebra lo que no puede sino ser un continuum para los que no padecen su anomalía.
El novelista lo soporta todo si confía en poder contarlo, o, en palabras de Isak Dinesen, sabe que "todas las penas pueden soportarse si se meten en una historia o se cuenta una historia acerca de ellas". Soporta incluso su propia tarea de fragmentación, la constante jerarquización a que somete a las cosas del mundo, el exfuerzo y el cansancio que supone discernir hasta en los menores detalles: un color, un gesto, un diálogo. En eso consiste su anomalía:en la enfermedad de elegir y ordenar cuanto su ojo imagina o capta y su lengua puede silenciar o nombrar.
Pero el novelista quiere tener partidarios, aunque en la actualidad rara vez se confiesen tales pretensiones por parecer ingenuas y estar desprestigiadas las altas metas. Pretende, además, un cambio duradero, y obra solapadamente, pensando en el tiempo. No tiene prisa, pero aspira a contagiar su anomalía particular y a que lo que él ve deformado y muestra por primera vez sea, sin embargo, reconocido como propio por quien cae en la tentación de pasar sus páginas una detrás de otra. Para ello, a diferencia del así llamado pensador y del así llamado poeta tiene que disimular, y hacer saber de qué habla sólo cuando ya sea demasiado tarde para que el lector pueda seguir pretendiendo ignorarlo.
Sin embargo el novelista no es un iluso, porque lo que aspira a contagiar puede ser, en efecto, contagioso.
["Contagio" (ABC Literario, 16 de abril de 1988)
Literatura y Fantasma (2007) Barcelona: Random House. Pg. 49]