[Disimula ahora como diciendo "¿He sido yooo?" desde las alturas del Círculo de Bellas Artes]
Todo se derrumba a mi alrededor al envejecer, hasta el pedestal al que había encumbrado a Umberto Eco se desmorona. ¿Qué necesidad tenía el genial octogenario de meterse en una nueva novela que bucea en sus obsesiones de siempre? Por dios Umberto, gástate los royalties de El Nombre de la Rosa en tratamientos termales o un viaje iniciático al Tibet, pero date un respiro. El doble, o el yo visto desde fuera, o el desdoblamiento del ser, juego de espejos, heterónimos o como lo quieras llamar ya se había demostrado inoperante e inane en La Isla del Día de Antes. Ahora, por si fuera poco, ha hecho un cocktail de dudoso resultado con otro tema que ya en El Péndulo de Foucault me había arrancado lágrimas a fuerza de bostezar, el del apocrifismo sedimentado sobre plagio, invención, fábula y mixtificación. Que sí, que da lo mismo que Abulafia genere una falsa historia sobre Rosacrucianos que se torna real o que el nieto de un falso carbonario antisemita termine componiendo Los Protocolos de Sión y Hitler se lo crea: está claro, nuestras creencias, hasta las más sencillas, no son más que la decantación de mil historias e interpretaciones. No contienen verdad, las hacemos verdad a fuerza de creer. ¿Pero eso no se podía demostrar de manera más amena, interesante y sucinta? El libro es tan aburrido que al final uno sólo quiere salir del discurso machacón de Simonini, y el mensaje se pierde - a menos que el mensaje sea que los antisemitas son tannnn cansinos, que sólo por no quedar atrapado en su tedioso monotema, hay que tenerlos lejos. Un petardo de libro, y encima se lo regalé a mi pobre padre, santa paciencia la de mi progenitor.