When the 4,500 people who used to work for Lehman Brothers in London showed up at the investment bank's plush office on Canary Wharf on Sept. 15, only to be told that the firm was out of business and that they should look for another job, some of them did what any number of their colleagues around town have been doing for years: they threw a party. On the equity-trading floor, the internal PA system known as the "hoot" blared out the R.E.M. song "It's the End of the World as We Know It." And then, after collecting up their personal possessions, dozens of lehmanites crossed the concourse to the pub just opposite, All Bar One, where they drowned their sorrows in style, accompanied by friends from other banks in the area. "People were spending five or six hundred pounds on champagne," recalls a member of the bar staff.
It was a fitting end to what has been a remarkably bubbly period for London. Over the past decade and a half, ever since its last protracted downturn, the British capital has transformed itself into Europe's indispensable financial center. Leaving Frankfurt and Paris in the dust and encouraged by the policies of Gordon Brown, the current British Prime Minister, it has become a magnet for people, jobs and investment from around the world. The biggest U.S. banks made London their international hub, and the major continental European banks moved much of their trading and investment banking operations there. About 70% of international bonds, one-third of the world's foreign exchange and almost half of the total volume of international equities are traded in London, more even than in New York, its only remaining rival as the world's financial capital. Hedge funds piled into Mayfair on the heels of private-equity players. Any self-respecting Russian oligarch has a Knightbridge mansion, sends his kids to élite private schools and has listed his company on the London Stock Exchange. Affluent Chinese, Indians, Middle Easterns and many others are not far behind [...].
[GUMBEL, Peter, "London's Gathering Storm", Time, vol. CLXXII, nº 16, octubre 2008, p.25]
Volé a Londres sólo 10 días antes de que el mundo tal y como lo hemos conocido cayera (una vez más). Y lo más curioso es que fui espectadora de precisamente lo que describe el comienzo de este artículo. Espectadora desde el umbral, porque ni soy consultora, ni tengo un blackberry, ni toda la gente que conocí en aquel fin de semana de ex-alumnos de INSEAD me toca de cerca. Sin embargo, por circunstancias, pude ver la City desde Greenwich, e incluso pasé por delante del All Bar One cuando buscaba por el laberinto de centros comerciales de Canary Wharf una camisa blanca que ponerme en la School party a la que iba por la noche (Zara estaba cerrado, así que tuve que bajar al River Island de la planta de abajo). Aunque el ambiente era en general de complacencia y desenfado, si la conversación profundizaba un poco los que habían entrado en banca parecían relativamente agobiados, aunque no sé si la chica que trabajaba en Lehman tenía idea de lo que le esperaba menos de dos semanas después.
La escena que más me costará olvidar , en cualquier caso, parece sacada del periodo londinense de Woody Allen (es un tipo listo y ha sabido ir a la babilonia moderna en el momento adecuado). Como Chris Wilton podría haber hecho, en un momento de la noche me encontré mirando hacia el río desde los ventanales del restaurante del Royal Festival Hall, y preguntándome qué pintaba yo allí, por qué quería todo aquello y cómo podía parecerme odioso al mismo tiempo. También me preguntaba cómo había acabado pidiendo un dry martini de Wyborowa como una ridícula, cuando de lo que sentía nostalgia era de una botella de Zúbrowka que mi compañera de piso polaca me regaló en nuestro año Erasmus. Creo que Londres saca lo peor y lo mejor de mí, me ha pasado las dos veces que he estado, pero la primera me bastaron el Globe y el British Museum para ser feliz. Ahora me hace plantearme qué ambiciono realmente. La buena noticia es que la ciudad lanza esa pregunta a cada visitante.
[Cómo no, Chris trabaja en el Gherkin. Match Point (2005)]
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