Ayer no vi el partido, pero hoy, mientras desayunaba, han puesto las imágenes de la entrega de trofeos del abierto de Australia. Y no he podido quitarme de la cabeza en todo el día la escena de Roger Federer llorando (y llorando amargamente) porque no puede vencerse a sí mismo cuando juega con Nadal. Rafa me encanta por su energía y su intensidad. Tal vez sea menos perfecto, pero está lleno de rabia y ganas, y al mismo tiempo parece tener una gran modestia. Gana de modo casi inocente, y eso sólo lo hace más desesperante, porque uno no puede enfadarse con él, sólo deprimirse por no ser mejor.
Es muy posible que el tenis elegante y medido de Federer sea superior, pero se resquebraba cuando tiene delante al de Manacor. No siempre se puede ver tan de cerca un caso en el que la confianza mellada de un grandísimo se desmorona. Federer no llora de rabia, es pura impotencia. Lo elegante habría sido aguantar y ceder el primer lugar al campeón, pero no pudo. Eso entristeció al propio Nadal, lo que convitió la ceremonia en una especiede celebración de la limitación humana. Tarde o temprano todos nos encontramos con nuestra némesis. Que suele estar oculta en nuestro interior, y no esperando en un recodo del camino.
[Lo cuál no quiere decir que Nadal sea un pequeño.
Pero aún no es tan grande como para caer así.]
Pero aún no es tan grande como para caer así.]
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