[Aquí he leído en tres días The Brooklyn Follies, entre risas, lágrimas y largos sueños]
After that inadvertent slip of tongue, I finally hit upon an idea that Rachel would have approve of. It wasn't much of an idea, perhaps, but at least it was something, and if I stuck to it as rigorously and faithfully as I intended to, then I would have my project, the little hobbyhorse I'd been looking for to carry me away from the indolence of my soporific routine. Humble as the project was, I decided to give it a grandiose, somewhat pompous title - in order to delude myself into thinking that I was engaged in important work. I called it The Book of Human Folly, and in it I was planning to set down in the simplest, clearest language possible an account of every blunder, every pratfall, every embarrassment, every idiocy, every foible, and every inane act I had committed during my long and checkered career as a man. When I couldn't think of stories to tell about myself, I would write down things that had happened to people I knew, and when that source ran dry as well, I would take on historical events, recording the follies of my fellow beings down through the ages, beginning with the vanished civilizations of the ancient world and pushing on to the first months of the twenty-first century. If nothing else, I thought it might be good for a few laughs. I had no desire to bare my soul or indulge in gloomy introspection.The tone would be light and farcical throughout, and my only purpose was to keep myself entertained while using up as many hours of the day as I could.
[Paul AUSTER (2011) The Brooklyn Follies. London: Faber and faber. Pg. 5]
Siempre me sorprende descubrir que las mismas ideas pueden surgir en varios sitios más o menos a la vez, brotando como esporas diseminadas a lo largo y ancho del mundo. Por suerte no había empezado a trabajar en mi obra soñada, a la que ya había puesto incluso título (yo soy mucho más pomposa que Nathan Glass, y pensaba llamarla An Encyclopedia of Human Idiocy). El libro, una vez escrito, habría sido un monumento a mí misma, the walking, portable version. En fin, estoy muy contenta de que Auster se haya adelantado en esta ocasión, porque el suyo es un libro fácil y agradable de leer, que me ha hecho pensar en Dickens, curiosamente. No es que sea una novela ligera, porque como casi todo lo que he leído de este escritor me ha hecho plantearme mi situación en el mundo; cuando escribo fácil y agradable es en comparación con The Book of Illusions, que me costó mucho por su densidad (los primeros capítulos, con sus detalles sobre películas mudas se hacen cuesta arriba) y su complejidad emocional.
Todo, o casi todo sale bien gracias a la pequeña comunidad que tío y sobrino logran reunir a su alrededor: con dinero y buena voluntad parece posible escapar de casi cualquier atolladero. Como Samuel Weller y Pickwick en sus incursiones campestres, que a su vez son una versión anglo de Don Quijote y Sancho, Tom y Nathan se embarcan en la misión de construir un mundo ideal, el Hotel Existence, una especie de comuna para refugiados de la cultura norteamericana en la estela del experimento que Thoreau ya había llevado a cabo en en Walden (y otros escritores existencialistas del XIX habían ensayado en Concord). Nathan es un viejo judío cargado de humor e ingenio, que casi suena en la cabeza como un alter ego de Woody Allen en sus aventuras neoyorkinas. A lo mejor es que los europeos somos muy fatalistas, pero estos personajes americanos parecen ser capaces de reinventarse con chasquear los dedos simplemente, hacen que enmendar las carreras, los corazones y las haciendas parezcan tareas sencillas. Ya habíamos visto algo así en Smoke (1995).
O será que todo es posible en Nueva York, una ciudad en la que mundo se ordena justo antes de desordenarse de nuevo de manera brutal al final de la novela (y no lo vi venir, por lo que he disfrutado aún más el desenlace, por más que deje un sabor agridulce en los labios). Ese mismo poso de incertidumbre me trajo imágenes de finales dickensianos, en los que de manera casi abrupta el escritor nos enfrenta a etapas completamente nuevas en las que ya no vamos a acompañar a estos personajes: su desarrollo sólo podemos adivinarlo, imaginarlo por lo que ya hemos vivido con ellos. Así ocurre en A Tale of Two Cities, o Great Expectations, donde nada se cierra de manera definitiva happily ever after y los nuevos tiempos traen nuevos retos. Nosotros ya no estaremos con Glass y Wood para vivirlos, son libres para seguir su camino con sus propios recursos, sin la tutela del lector.
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